Yo, Baula, fui árbol de niño
y soy ahora
dormidero de murciélagos.
Al anochecer cuelgan, exactos,
hundidos en el aire
por el peso de su sangre.
Como los santos.
Vienen de volar por lugares
que no estuvieron nunca,
atacados
por todos los tactos.
Clavan en mí sus garras pequeñas,
se abren como flores que no ven,
como niños, tienen en los ojos
la noche primordial.
No puede verse el que está mutando.
Fetos de la gravedad,
no hay tierra
para el vuelo de la bestia
y la sombra del pájaro.
Ya no me recuerdo.
Me ha crecido dentro un cartílago de madre
y, a veces, cuelgo hacia la noche inversa,
mutando también yo
árbola
humana, seca.
Pájaros y cipreses
sobre tu sueño, en la tarde.
Y en un vaso la flor
que corté de tu pecho.
(Amo el ciprés
donde se llora el verde,
aprendo a leer su nervadura
en cada línea
de mis manos
y huelo su calcárea respiración,
su fósforo,
árbol donde los muertos
echan hojas.
Y tú, por él,
pensando qué nos falta.
Por esta soledad acompañado
Siento llegar la sombra a la morera,
alguien le dijo que la primavera
comienza en su interior todo brotado.
El frío es un recuerdo sepultado,
nada se atreve contra la madera
que flota en la creciente verdadera
del aire entre las ramas extraviado.
La sombra es un lugar de regocijo
donde la luz del sol busca cobijo
como quien de uno mismo se despoja
y sabe regresar de su letargo
y despertar desde su sueño largo
por la sola caricia de una hoja.
El porvenir aclara la garganta
De la cantora, la que nunca calla.
Cuando lloran en el valle ella trina,
y nadie puede saber si es otro sol
el que aclara las penas.
Lo hacharon ayer porque las hojas
hacían basura en la vereda.
Y era un árbol niño todavía
con la madera blanda y las raíces tiernas.
Hoy entre sus ramas no se mece el viento
no reposan los pájaros
y no me acompaña su pequeña sombra.
Miro el árbol muerto
(esta basura…)
y sé que la vida
es un dolor que nadie ve.
Al Este del río
nos atascamos mi hijo y yo
en una tormenta
de ráfagas heladas
que aplastaban los árboles cercanos
contra el suelo pero no los quebraban.
Nos detuvimos todos
cuando se hizo invisible el camino.
Mi hijo se abrazó a mi cuello buscando refugio.
Con una mano lo abracé.
Con la otra escribí:
“todo lo que miramos con atención
es una escena invencible.
Sólo desde allí
Construimos la vida”.
En el último día del año
llegarás aquí como lo haces con frecuencia:
el pájaro sorprendente
que templa el aire arrasado por sus alas
y me obligarás a detenerme en tu espectáculo
y aquietarás mi corazón
hasta convertirlo en un pequeño animal manso.
No será un colibrí,
por su destello y su enérgica vibración,
ahora deseo ser el manso gorrión desapercibido
al que la confianza aproxima.
En mi último día del año,
como si fuera el último día de todos mis días,
me quedaré en un reposo sosegado,
para que florezcas en mí
como un lirio de agua
con el enigma de la cala hacia mi interior
o de la abrazadora orquídea que todo lo envuelve.
Emergidos y ondulantes,
seremos tiranizados por la corriente de premoniciones
y vendrán miles de peces
nadando locos dentro de nuestros brazos.
En el último día del año
te esperaré para llegar juntos a la orilla
o al acantilado que señales.
Iré como una fascinada en la dirección que marques.
Mis 33 vértebras,
mis costillas
y mi inofensiva espalda
harán tu galera romana
para penetrar en la noche tórrida y amante,
la de las estrellas intermitentes.
Para el final del último día del año
cuando engarces con tu boca
por lo largo y ancho
los soles de todos los años en mi espalda,
seré tu halcón peregrino
soñaré con mi presa a ciegas,
con medio rostro cubierto por la caperuza.
Serás mi cetrero,
me iniciarás absuelta a la luz en el vuelo
y será mi captura tu nuca emocionada.
Quiero el final del año entre tus manos
para que atrapen suaves y deslicen entre tus muslos
lo recóndito de mí
como quien resbala serena,
tan despreocupada como la lluvia.
Quiero clausurar al viejo año en la frotación
como si fuésemos dos nuevos seres
desprendiéndose mutuamente de sus vainas,
de los capullos sobrantes
y estemos solos abrazados,
entusiasmados con el ansia de la vida que inicia.
Hace ya tres meses cayeron las flores de las tipas.
Martín mira hacia fuera. aquella tarde estaba nublada
y la lluvia de flores amarillas crepitaba
en las nubes enormes del verano. allí pensó en Marina,
como hoy, en esta tarde gris y ya sin flores.
tampoco corre viento, y es otoño. ella
iba de su mano por sobre la ladera de Las Rosas,
hace tiempo, en otras tardes de verano. se vestía
como se solían vestir las colegialas
por entonces. Martín aún no sabía
que crecería su barba, reflejada en el vidrio,
y que en esa tarde con tipas y sin flores
la recordaría al levantar la taza con café
y sonreiría tristemente, tardíamente,
soplando golondrinas inasibles,
un poco de verano,
hacia dondequiera que ella vaya,
hacia dondequiera que ella esté.